Navarra Red

El oficinista

Por Félix Ruíz Dentro del piso se dividen varias y pequeñas oficinas habitadas por administrativos que no caben en el edificio principal de la multinacional en desarrollo.  Pepe es jorobado, se condena almacenando datos en la computadora. Pepe tiene veinte años. No trabaja para ninguna multinacional en desarrollo. Trabaja para un pequeño estudio jurídico. Usa […]

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Por Félix Ruíz

Dentro del piso se dividen varias y pequeñas oficinas habitadas por administrativos que no caben en el edificio principal de la multinacional en desarrollo. 

Pepe es jorobado, se condena almacenando datos en la computadora. Pepe tiene veinte años. No trabaja para ninguna multinacional en desarrollo. Trabaja para un pequeño estudio jurídico. Usa camisa blanca. Oye el ruido esponjoso, masticado, de una medialuna bañada en café por Laura; como si el ruido de los molares estrellándose fueran el único esparcimiento que hay. 

Laura usa anteojos vintage. El jefe está y no está, vigila sin ser visto. Pepe evita tomar café y comer en la oficina. En su casa desayuna té con unas tostadas.  Laura siempre llega antes que él y su obesidad le complica estirar el cuerpo una vez que se sienta. Por eso espera a oscuras a que llegué Pepe. Él no se entregará a la vida jurídica. Laura se entregó. Su silueta moldeó la silla, resultaría incómodo e imposible que otra persona la usara. 

El aire está condensado. Pepe abre cuidadosamente la puerta. Piensa que la oficina se ventilará. Nada. Sale al pasillo. El alfombrado rojo silencia las pisadas. Todas las oficinas circundantes tienen sus puertas cerradas. No hay ventanas en los pasillos. Siente claustrofobia. Hay vidrios polarizados que dan a Plaza San Martín y en los días de lluvia se empañan. Las oficinas no comparten su aire acondicionado. A los sumo comparten murmullos ilusorios. Laura piensa que él quiere fumar. Una miga azucarada cae rodando por su escote. Todavía no pierde el anhelo. Los kilos de medialunas que su piel no permitió  colarse al exterior la contradicen. Pepe vuelve. Friega las manos en su pantalón. Archivar cuando las hojas se pegan toma el doble de tiempo. Clickea esperanzado una vez más el botón del aire acondicionado. Ninguna respuesta. El tufo le hace pensar que Laura duerme allí. La pila de escritos requiere tiempo. Presume que la fatiga y el estrés le pelarán la cabeza antes de terminar la jornada. Se convence que la vida transcurre fuera de las oficinas, al aire libre. Endereza su columna. Ataca los escritos uno por uno con la agujereadora. Laura escucha los golpes fuertes que Pepe da para una débil hoja. Se lo merece por no romperse el orto estudiando cinco años como yo, piensa Laura sin dejar de teclear. Pepe agujerea las hojas a un ritmo considerable. Laura cesa un segundo, traga entera el ala de la medialuna con café. Su oído está entrenado para percibir la leve fricción del carrito acercándose. La empleada de las oficinas pregunta si van a querer más café y/o medialunas. Laura dice sí. Pepe dice no. Se distrae mirando a Laura arrastrándose con la silla. Busca por la memoria y no, nunca la vio de pie. La empleada se retira. Los murmullos ilusorios necesitan alimentarse. Laura imprime cincuenta hojas de escritos. Pepe piensa que el destino de esas hojas que la máquina expulsa no serán para él. Recorrida por tribunales, dice Laura sorteando los escritos a su espalda. Pepe los ojea sin emoción. Cada número es distinto. La lista pide en cada juzgado, dejar, traer, verificar, preguntar, sellar.  Los guarda en un cajón. El escritorio está completo. El reloj marca las nueve. Pepe hubiera preferido primero la recorrida. A las ocho los pasillos de tribunales están vacíos. De las nueve en adelante cualquier trámite es un purgatorio. Archiva las hojas agujereadas en sus respectivas carpetas. Luego de una hora en la oficina su olfato se adapta al tufo. Laura toma con los labios fruncidos. Sus sorbos son ruidosos, el café hierve. 

Ahora que saca del cajón los papeles para la recorrida por tribunales encuentra dos pequeños objetos que lo hacen renunciar al trabajo. Una miga de medialuna y un pelo. El pelo, corto y negro es suyo. La miga de medialuna ya sabemos a quién le pertenece. Laura mastica la medialuna al igual que todo lo que come. Pepe se revuelve el pelo. Cuenta tres pelos y caspa. Revuelve de nuevo, más pelos caen. La observa. Ella tiene más pelos que él.  Miga, olas grasientas. Resuelve su repudio al alimento de la oficina. No quiere anclarse. Laura lo está hace años. La diferencia radica en que uno se da cuenta y otro no. Forma una pila con las hojas. El pasillo vacío. Únicamente vio caminar a la empleada. El alfombrado rojo lo marea. Espía por una cerradura sus sospechas. Ve lo suficiente para abandonar la pila de escritos a un lado del pasillo. Escapa del trabajo. Se rehúsa a pisar cualquier tipo de oficina en mucho tiempo.  Laura se complace con las migas cosquilleándole el pecho.

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Félix Ruiz

Félix Ruiz Allen nació en 1992 en Buenos Aires, Argentina. Estudió Literatura en la Universidad del Salvador. Luego se mudó a Ushuaia, Tierra del Fuego, donde se desempeñó como librero durante tres años. Actualmente reside en Bilbao y trabaja en marketing y ventas.


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